Estoy sentado en una mesa de una cafetería, disfrutando de una buena taza de café mientras escucho conversaciones ajenas entre los clientes. En Colombia. si te quieres enterar de algo vete directo a una cafetería, posiblemente por esa malsana costumbre de alzar la voz siempre te acabas enterando de todo aunque no quieras. Pongo mi mirada a un chico que ha elegido un recoveco apartado para ensimismarse en su afición lectora. El camarero ya ha servido antes a tres mesas cuyos comensales llegaron posteriormente a él. El chico mira al camarero con impaciencia pero él no lo ve, parece un fantasma. Sin embargo, un señor de mediana edad entra en el establecimiento y todo el mundo se entera de su presencia, se giran para mirarle, es un cliente reconocido, de esos de toda la vida.
El camarero sabe exactamente qué va a desayunar ese señor y se apresura para servirle entre conversaciones efusivas. Al chico cada vez se le ve más irritado, no solo porque se siente ninguneado sino también por la histriónica alegría entre el cliente y el camarero. Finalmente, acaba por gritar al camarero y se marcha con el ceño fruncido.
Personas invisibles en la sociedad de la imagen
Este suceso me hizo reflexionar que, en una sociedad tan visual como la occidental todo son eslóganes fácilmente digeribles. Tenemos la obligación vital de retratarlo absolutamente todo, y una imagen siempre es fácil de digerir (ya lo dice el refrán, más vale una imagen que mil palabras).
Hemos desarrollado la necesidad de salir siempre en la foto, y cuando esto no ocurre se nos viene el mundo encima. Sería adecuado entonces hacerse las siguientes preguntas; ¿qué es lo que queremos ver en cada imagen? ¿cómo deseamos ser vistos o recordados? Y lo último pero no menos importante: ¿qué es lo que en verdad observamos en una foto?
Este misterio tiene una respuesta: la información depositada en nuestro cerebro, esto es, todos los datos que hemos introducido en la mente incluyendo la dinámica psíquica transformada en costumbre y que forma el compendio de conceptos que tenemos respecto nuestro propio ser, la sociedad y el entorno que nos rodea. En definitiva, información categorizada que se ha nutrido también de la idiosincrasia familiar, cultural y social.
A partir de este punto hemos estructurado nuestra psique, en un sistema complejo que obedece a los esquemas que se han mecanizado cual engranaje en el inconsciente más profundo. Cuando alguien nos mira no lo hace a través de sus ojos sino de su mente, y ve (o mejor dicho interpreta) lo que ha vivido.
Soledad versus compañía
En el concepto que tenemos de nosotros mismos (el autoconcepto) coexisten tanto la pulsión de estar ausentes como la inclinación a estar presentes. En determinados ámbitos de nuestra vida desearíamos tener un amplio reconocimiento mientras que en otros necesitamos desaparecer de la faz de la Tierra, ser completamente invisibles.
Alternar entre esa necesidad de tener reconocimiento con la necesidad de no llamar la atención es algo totalmente normal y lógico, pues a lo largo de nuestra vida pasamos por diferentes contextos tanto personales como sociales. El problema ocurre cuando uno se obsesiona de forma enfermiza en una única necesidad, pues la persona que lo sufre está aplicando los mismos esquemas y normas a situaciones totalmente diferentes, generando de este modo una sensación de frustración.
Entonces es cuando la psique necesita crear una nueva perspectiva del mundo y de sí misma.
El miedo a no tener vínculos afectivos
Nuestro mayor miedo es ser despreciados, ignorados o ninguneados. Las relaciones son más productivas cuando son estables, cuando se crean vínculos afectivos que ofrezcan al sujeto protección a largo plazo (pues no dejamos de ser animales sociales). La cuestión es que las experiencias empíricas que vivimos determinan y condicionan estilos afectivos diferentes.
Cuando determinados estilos afectivos se salen de la norma, la sociedad suele rechazar a los miembros que los poseen, pues ya no cumple con los cánones sociales previamente establecidos. De igual modo que muchos reconocimientos son injustos, desproporcionados o exagerados gran porcentaje de la exclusión social también es injusta. Muchas veces alardeamos de nuestra justicia, pero siempre acabamos por invisibilizar a determinados colectivos, ese es el mal de nuestro siglo. En nuestro interior tememos más a no destacar que hacerlo, aunque ello tenga un efecto negativo.
Ya lo decía Oscar Wilde: -"Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti"-
Entre la realidad y las apariencias
El no ser visibles se debe a problemas de adaptación social, como el chico de la cafetería que solo destacó cuando gritó al camarero. Pero estoy seguro que al chico no le sentó bien el enfado. No se le ocurrió hacerse notar mediante el diálogo y la asertividad.
No obstante, estas situaciones también se deben a ciertas ilusiones y expectativas; hacen grandes proezas o intentan llaman la atención con tal de recibir pétalos de rosa y aplausos acompañados de redoble de tambores, pero esto no deja de ser un mero autoengaño pues no somos reconocidos por lo que somos sino por lo que aparentamos ser.
El reduccionismo de los sentidos
Muchos emperadores, generales y líderes de la antigüedad temían no ser recordados, y ese temor esconde un miedo mayor aún; el temor a ser ignorados. ¿Existimos si nadie nos ve? Pues claro que sí, sería suficiente con que cada uno se aceptara a sí mismo, con todas las virtudes y defectos, pero para ello hay que potenciar, como emisores y receptores, todos los sentidos, tal vez de este modo no le demos tanta importancia a la imagen.
Pero tarde o temprano llega la mirada del prójimo; puede ser un juicio positivo o negativo. O mucho peor: podemos vernos relegados a las medias tintas de la indiferencia, ese color gris que huele a mediocridad y en el que no deseamos asfixiarnos. Es justo en los peores momentos, justo en ese instante, cuando se demuestra si somos capaces de querernos a nosotros mismos o no.
En conclusión, se trata de hacer un análisis introspectivo y mucho más, podríamos empezar por incluir el sentido de la audición en un mundo totalmente visual. El problema no radica en no ser vistos, sino en no ser escuchados y en no saber escuchar, entre otros. ¡Necesitamos afinar más el oído y menos la vista! ¡Necesitamos estimular todos los sentidos!
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